Esta noche me vino a visitar un poema. Llegó en inglés – esta que sigue es una humilde traducción hecha de prisa para compartir
(El título es un homenaje a quien ya sabe.)
Eran los últimos sobre la tierra
Él la encontró en una cueva diez días después que el mundo acabara
Ella era solo una niña, y el la vió crecer
Por años en un mundo vacío
La poseyó al fin, una noche, bajo un cielo que se sonrojaba
Tuvieron tres hijos, uno tras otro
Quienes murieron a pocos días de nacer
Ella lo mató mientras él dormía, la noche en que murió el tercero
Y se sentó, y lloró
Y miró como el sol se comía al mundo
La Cocolisa me (nos) manda una foto, y una misiva por WhatsApp: “…si podes compartí esta foto. Se trata de una perrita que duerme en la vereda. Cuando llueve y está todo mojado, se hace un bollito y permanece ahí. La echan, la corren otros perros y trata de sobrevivir. Es muy buena: se dejó poner el polar que llevé. Le doy de comer en la boca. Es vieja. Su dueña falleció y quedó en la calle. Es muy limpita. Le pongo cartones y se los roban. Espero que no le saquen el polar…”
La Cocolisa, con este retrato de penurias, me (nos) conmueve íntima y personalmente, a través de un medio tan genérico, que de entrada nomás uno no sabe (sabemos) ni siquiera cuán personal es la nota.
Uno sí sabe, en cambio, que hay otras catástrofes inconmensurablemente más hondas, tremendas e importantes en términos objetivos. Uno sabe (y se duele apropiada y obsesivamente) que la pobreza y el hambre se cobran vidas y felicidades no por miles, ni millones, sino por miles de millones.
Uno sabe que todos los días hay más víctimas de nuestra peculiar manera de expresar nuestro amor y nuestra deuda para con la mejor mitad del mundo – y que “Ni una menos” no es una ley, ni una noticia, ni aunque sea una propuesta aceptable para una sociedad enferma: un objetivo, sino un grito de lucha, una esperanza demasiado remota, y una mancha negra sobre nuestra decencia.
Uno sabe que todos los días hay más víctimas de los payasos neoliberales que elegimos para gobernarnos, en esta nueva realidad poli-mediática que transfiere la torpeza y la ignorancia de la columna del debe a la del haber, bajo el encabezado “entertainment value” a la hora de desligar nuestras responsabilidades en un gobierno.
Uno sabe que, en última instancia, cada segundo en esta tierra algún animal está sufriendo una agonía inimaginable de dolor y terror, rumbo a la nada para que el mundo sigo – o al menos para que siga su asesino.
Uno sabe que la vida misma en esta tierra se acaba lentamente, y ahora, con nuestra ayuda entusiasta, es probable que no tan lentamente. Y sin embargo…
Sin embargo uno se detiene en una perra vieja y abandonada, cuyos ojos lo miran con una mezcla de esperanza, interés y temor a través de una foto que viajó unos once mil doscientos cuarenta y cuatro kilómetros descompuesta en unos y ceros para que la reconstruya mi computadora (porque además de crueles y absurdamente ciegos, somos mágicos).
Y una vez más, uno se rompe. El dolor siempre parece estar en los detalles.
No puedo sacarme esa perra de la cabeza. Es todo lo que anda mal puesto en un símbolo modesto: es el sufrimiento mismo, el abandono y la incomprensión de la víctima.
Es el pertenecer a una especie que no asume responsabilidad por las víctimas que deja en el camino.
Es el no poder ayudar. Es el no querer ayudar, en última instancia, porque uno podría, al fin, sacrificarlo todo e invertir su vida entera en un par de ayudas – o sea, es el no poder, o querer, elegir.
Es el no poder aceptar pero no poder resistir. Es la falta de escamas, de cuero, de ignorancia que uno tiene para dejar de ver y ser inconscientemente feliz.
Nos parábamos siempre, sin excepciones, a comer un pedazo de pizza en El Destino, que – jurábamos – era la mejor pizza del mundo.
La realidad personal, una vez que se cimienta, es inmóvil, eterna. Uno sabe que la historia ha transcurrido, que la evolución no solo nos trajo hasta aquí, sino que nos sigue llevando. Uno entiende del tiempo, lo ve en los relojes, los espejos y las fotografías. Pero parece que, con respecto a algunos lugares y hechos – y más aún mientras las pruebas escarceen – uno no ha terminado de comprarse del todo eso del discurrir.
Por ejemplo, me siendo personalmente agraviado cuando regreso a Buenos Aires después de 30 años y El Destino ya no existe. Hay una parte tácita en la oración precedente: «… ya que antes había existido siempre»
Y desde entonces, cada tanto, tratando de recobrar mi historia, busqué evidencia fotográfica de mi Destino. No solo no lo encontré, sino que aquello que encontré demuestra que para que mi pasado añorado haya ocurrido, hubo que derrumbar otros pasados… vamos por partes:
El Destino ostentaba, en la marquesina que cubría la entrada de la ochava, un anuncio iluminado, de proporciones exageradas y por entonces sin iluminación, que se componía casi enteramente de una enorme letra zeta. Desde chico, pasando por delante tantas veces, el cartel me llamaba la atención, ya que a pesar de los devenires de los asuntos humanos, nunca imaginé que destino se escribiese o, en algún momento se hubiese escrito, con zeta.
Así que, recurriendo a mi estrategia usual para circunstancias donde las cosas de Buenos Aires pedían aclaraciones, le pregunté al abuelo.
Ahora bien: que conste que el abuelo era una persona con gran experiencia de vida, una memoria quizás no tan extensa como su experiencia, mucha imaginación y un rechazo casi instintivo a declarase en ignorancia de cualquier asunto; y que como corolario de todas estas características, tendía a transponer información en lugar de invención y viceversa.
En este caso, sin embargo, estimo que su aporte fue certero. Por un lado es suficientemente lógico y por el otro la explicación incluye el camino a Mar del Plata, un tema en el que Don Víctor era sin duda alguna una autoridad indiscutible.
La zeta – me dijo – representa una serie de curvas muy ceñidas, un zigzag fatal en la antigua ruta a Mar del Plata, la ruta 1. Y más allá de otras contribuciones, que ensanchan pero no desmienten esta explicación, aún creo en la veracidad de esta explicación.
Lo que cambia, cuando uno se mete a comprobar los hechos, es fundamentalmente todo el mundo de proporciones en que vive su propia historia. Es el mismo fenómeno que nos confronta cuando meditamos sobre tamaños absolutos de universos y tiempos, pero en una escala tan humana que se nos iba colando en el andamiaje sin que nos diéramos cuenta.
La misma esquina que “siempre” albergó a la pizzería El Destino resultó haber sido predio de un hermoso Almacén Del Destino sesenta años antes, cuando avecinaba la quinta de los Lezica. Se podría suponer que de almacén pasó, con el tiempo, a pizzería. Pero entonces, de donde salió la zeta? De todas maneras, la transformación tampoco fue tan fácil: entre un Destino y otro hay, al menos, una demolición, una construcción y otra pizzería: La Cumbre.
Me supongo que cuando, una vez más, el lugar cambió de nombre – y posiblemente de dueño – los ecos del antiguo almacén confluyeron con la triste celebridad de un pedazo de ruta Argentina, y de la suma salió una nueva identidad visual.
Por lo que reconstruyo, El Destino – mi Destino – nació casi al mismo tiempo que yó. No me sorprende entonces que me haya parecido eterno. Por aquel entonces yo albergaba sospechas similares acerca de mi mismo.
Almacén Del Destino (nótese la pequeña diferencia en el nombre «Del Destino» vs. «EL Destino»)Interior del almacénPizzeria La Cumbre? (Quiero soñar que ese Plymouth dando la vuelta junto a la garita es nuestro adorado Elmer)
Mi hermana y yo – y posiblemente mi madre, algunos años antes – pertenecemos a un grupo muy exclusivo de gente que viajo en el «Trencito del Parque Olivera». Los niños y padres que nos acompañaban no pueden ser contados ya que, mientras nosotros nos deslizábamos por los rieles del Parque Olivera, ellos iban por los del Parque Avellaneda…
Durante nuestra niñez, en los años sesenta, mi hermana y yo solíamos pasar, los fines de semana con nuestros abuelos. En realidad era solamente “El Abuelo”, Don Víctor, quien que se dedicaba a sacarnos de paseo los domingos por la mañana. Ahora, de mayor, empiezo a suponer que lo haría para que la abuela descansara… Primero íbamos «al parque», y después a visitar parientes y/o amantes. Cuando uno decía «el parque», hablaba o bien del Chacabuco (del viejo, intacto Chacabuco con sus fuentes y sus paseos inacabables, no de los retazos mutilados que nos han dejado los milicos) o del Olivera. Y si era el Olivera era para andar en el trencito.
Fue recién cuando, ya adolecente, quise regresar al parque con mis amigos, que me enteré de su nombre contemporáneo. Automáticamente asumí que el cambio de nombre habría ocurrido en tiempos relativamente recientes (incluyendo una generosa extensión del concepto hasta la niñez de mi propia madre) y que el abuelo simplemente se había negado a actualizar el nombre, como ocurría también con su coche, su heladera o su lavarropas.
Pero hoy encontré una foto antigua del trencito, con una pequeña reseña ad hoc, y me llamó la atención que no hubiera mención del viejo nombre. Una búsqueda en Google por «Parque Olivera Buenos Aires» me llevó a toparme con varios sitios que repiten textualmente este sorpresivo párrafo: ‘El 28 de marzo de 1914 se inauguró oficialmente el mencionado parque con la denominación de «Parque Olivera». El 14 de noviembre de ese mismo año recibió finalmente su denominación actual’
O sea que, quién sabe por qué razón, mi abuelo se empeñó en perpetuar un nombre que el parque solo vistió por poco más de medio año, y a principios del siglo XX.
Y en un lugar privado y familiar del mundo el parque aún tiene ese nombre; porque yo tampoco cambio mis mapas fácilmente. Hace 33 años que vivo en una lejana ciudad del Canadá y cuando me refiero a su geografía aún uso los nombres y los paisajes de cuando llegué.
My abuelo murió hace tantísimos años, cuando el parque, para mí tenía sólo un nombre. Pero aún hoy, a través del tiempo y la distancia, Don Víctor me sigue ayudando a conocerme.
Que alguien perdone al soldado
que acataba órdenes con los ojos cerrados.
Que alguien perdone al General, al Coronel
al Almirante, al Oficial, al Cabo.
Que alguien perdone al hombre
que se sentó a la mesa cada noche,
después de comprar con obediencia
su parcela de poder de cada día.
– Las manos impecables, el pan blanco
la mujer, los hijos. Y la sangre escondida
en un bolsillo del uniforme,
o en la guantera del Ford Falcon –
Que alguien perdone al policía, al delator,
al especialista en sufrimientos,
a su cómplice médico y al matón,
al conductor de coches o camiones,
que trasladaron tantos a lugares sin nombre,
al piloto, a la tripulación
que sembraron fosas de agua en la noche.
Que sea Dios quien los perdone:
el inefable Dios en que dijeron creer,
o las víctimas, si ellos así lo elijen.
Pero no la justicia. No la historia.
Que no los perdone la memoria
de la gente, y sobre todo, que jamás
reciban la gentil misericordia
de poder vivir en paz consigo mismo.