El poder de los dioses

Angel Clemente Rojas Instagram

Angel Clemente Rojas InstagramDe chicos, nuestros dioses eran simples: no tenía que crear un universo, liderar una nación, o inaugurar una nueva era científica. Solo había una condición: la de que nosotros mismos creyéramos firmemente que nuestro elegido era el mejor en lo único que realmente importaba, que era, en nuestro vernáculo generacional, jugar a la pelota.

Hoy encontré a Dios en las redes sociales, y le mandé un recuerdo. Y Dios me contestó. Nunca más lavaré mi teclado, en el que inscribí mi saludo, ni la pantalla que me mostró su respuesta. Y si me apuran, las medias, calzoncillos, camiseta y pantalones que llevaba puestos.

Yo tuve la suerte de nacer hincha de Boca en un momento en que Boca ganaba casi siempre y jugaba casi siempre bien. Tanto así que ya no alcanzaba simplemente con ganar. Una victoria por la mínima diferencia, sin convencer frente a un equipo chico, te exponía a las cargadas de tus compañeros de colegio (y las inevitables «piñas» a la salida, que si bien en general terminaban en no más que empujones y pavoneos, no dejaban de popular tus pesadillas).

En ese Boca, había muchos grandes jugadores. Un arquero que nos dio un campeonato en la primera final frente a frente con las gallinas, atajándole un penal mítico a Delem, un tres que revolucionó la forma de jugar en esa posición, el cinco que se animo a sentarse en la alfombra de la reina… pero por sobre todos estaba el jugados más dotado y más inspirado que vi en toda mi vida: Ángel Clemente Rojas o, para los hinchas, Rojitas.

Ángel Clemente Rojas descalabraba defensas enteras con un quiebre de su cintura prodigiosa, le afanaba la gorra a Amadeo y metía los goles que salvaban clásicos y ganaban campeonatos.

He visto jugar, en orden de aparición, a Pelé, Cruyff, Houseman, Kempes, Bochini, Maradona, Ronaldo, Zidane, Ronaldinho, Messi y otros más o menos conocidos. Y en Hockey vi a Gretzky, Lemieux, Bure y muchos más; Jordan, Magic y los otros en básquet… Pero en todos mis años de ver deporte, Rojitas fue el único jugador que yo haya visto al que los defensor es hayan temido tanto, que en un partido memorable se negaban a salir a defenderlo.

Ocurrió un 26 de Febrero de 1968 en Mar del Plata, cuando Boca se encontró con San Lorenzo. Esa noche Rojitas jugó un partido comparable a las grandes gestas de la historia. Fue todos los guerreros de todas las leyendas que mataron dragones, vencieron ejércitos enteros, bloquearon míticos desfiladeros o retornaron con la cabeza de la Gorgona en su escudo.

Mis niñez no daba crédito a sus ojos, y quizás hubiera terminado desconfiando a mi recuerdos, si no fuera por mi padre, que habiendo compartido esa experiencia me ratificó que, en efecto, la gesta había ocurrido, y por haber esperado dos ansiosos días hasta que saliera el próximo «Asi es Boca» y verlo en todo claramente en sepia, en un titular que jamás olvidé: «La Noche Roja..s»

Cuando llegué a Canadá y empecé a mirar e interesarme por el hockey aprendí mucho acerca de mi mismo. Una de las cosas que aprendí mirando A Pavel Bure, es que yo amo los jugadores que se apoderan de «tu» partido, que te llevan al borde mismo de la silla con cada intervención, porque cuando aparecen, todo es posible. En los Canucks ese fué Bure, pero no tardé mucho en entender que, afectivamente, aún después de 20 años aún estoy buscando ver jugar a Rojitas nuevamente.

El tamaño relativo de la pequeña catástrofe

La Cocolisa me (nos) manda una foto, y una misiva por WhatsApp: “…si podes compartí esta foto. Se trata de una perrita que duerme en la vereda. Cuando llueve y está todo mojado, se hace un bollito y permanece ahí. La echan, la corren otros perros y trata de sobrevivir. Es muy buena: se dejó poner el polar que llevé. Le doy de comer en la boca. Es vieja. Su dueña falleció y quedó en la calle. Es muy limpita. Le pongo cartones y se los roban. Espero que no le saquen el polar…”

perrita abandonadaLa Cocolisa, con este retrato de penurias, me (nos) conmueve íntima y personalmente, a través de un  medio tan genérico, que de entrada nomás uno no sabe (sabemos) ni siquiera cuán personal es la nota.

Uno sí sabe, en cambio, que hay otras catástrofes inconmensurablemente más hondas, tremendas e importantes  en términos objetivos. Uno sabe (y se duele apropiada y obsesivamente) que la pobreza y el hambre se cobran vidas y felicidades no por miles, ni millones, sino por miles de millones.

Uno sabe que todos los días hay más víctimas de nuestra peculiar manera de expresar nuestro amor y nuestra deuda para con la mejor mitad del mundo – y que “Ni una menos” no es una ley, ni una noticia, ni aunque sea una propuesta aceptable para una sociedad enferma: un objetivo, sino un grito de lucha,  una esperanza demasiado remota, y una mancha negra sobre nuestra decencia.

Uno sabe que todos los días hay más víctimas de los payasos neoliberales que elegimos para gobernarnos, en esta nueva realidad poli-mediática que transfiere la torpeza y la ignorancia de la columna del debe a la del haber, bajo el encabezado “entertainment value”  a la hora de desligar nuestras responsabilidades en un gobierno.

Uno sabe que, en última instancia, cada segundo en esta tierra algún animal está sufriendo una agonía inimaginable  de dolor y terror, rumbo a la nada para que el mundo sigo – o al menos para que siga su asesino.

Uno sabe que la vida misma en esta tierra se acaba lentamente, y ahora, con nuestra ayuda entusiasta, es probable que no tan lentamente. Y sin embargo…

Sin embargo uno se detiene en una perra vieja y abandonada, cuyos ojos lo miran con una mezcla de esperanza, interés y temor a través de una foto que viajó unos once mil doscientos cuarenta y cuatro kilómetros descompuesta en unos y ceros para que la reconstruya mi computadora (porque además de crueles y absurdamente ciegos, somos mágicos).

Y una vez más, uno se rompe. El dolor siempre parece estar en los detalles.

No puedo sacarme esa perra de la cabeza. Es todo lo que anda mal puesto en un símbolo modesto: es el sufrimiento mismo, el abandono y la incomprensión de la víctima.

Es el pertenecer a una especie que no asume responsabilidad por las víctimas que deja en el camino.

Es el no poder ayudar. Es el no querer ayudar, en última instancia, porque uno podría, al fin, sacrificarlo todo e invertir su vida entera en un par de ayudas – o sea, es el no poder, o querer, elegir.

Es el no poder aceptar pero no poder resistir. Es la falta de escamas, de cuero, de ignorancia que uno tiene para dejar de ver y ser inconscientemente feliz.

Las cosas de El Destino…

Nos parábamos siempre, sin excepciones, a comer un pedazo de pizza en El Destino, que – jurábamos – era la mejor pizza del mundo.

La realidad personal, una vez que se cimienta, es inmóvil, eterna. Uno sabe que la historia ha transcurrido, que la evolución no solo nos trajo hasta aquí, sino que nos sigue llevando. Uno entiende del tiempo, lo ve en los relojes, los espejos y las fotografías. Pero parece que, con respecto a algunos lugares y hechos – y más aún mientras las pruebas escarceen – uno no ha terminado de comprarse del todo eso del discurrir.

Por ejemplo, me siendo personalmente agraviado cuando regreso a Buenos Aires después de 30 años y El Destino ya no existe. Hay una parte tácita en la oración precedente: «… ya que antes había existido siempre»

Y desde entonces, cada tanto, tratando de recobrar mi historia, busqué evidencia fotográfica de mi Destino. No solo no lo encontré, sino que aquello que encontré  demuestra que para que mi pasado añorado haya ocurrido, hubo que derrumbar otros pasados… vamos por partes:

El Destino ostentaba, en la marquesina que cubría la entrada de la ochava, un anuncio iluminado, de proporciones exageradas y por entonces sin iluminación, que se componía casi enteramente de una enorme letra zeta. Desde chico, pasando por delante tantas veces, el cartel me llamaba la atención, ya que a pesar de los devenires de los asuntos humanos, nunca imaginé que destino se escribiese o, en algún momento se hubiese escrito, con zeta.

Así que, recurriendo a mi estrategia usual para circunstancias donde las cosas de Buenos Aires pedían aclaraciones, le pregunté al abuelo.

Ahora bien: que conste que el abuelo era una persona con gran experiencia de vida, una memoria quizás no tan extensa como su experiencia, mucha imaginación y un rechazo casi instintivo a declarase en ignorancia de cualquier asunto; y que como corolario de todas estas características, tendía a transponer información en lugar de invención y viceversa.

En este caso, sin embargo, estimo que su aporte fue certero. Por un lado es suficientemente lógico y por el otro la explicación incluye el camino a Mar del Plata, un tema en el que Don Víctor era sin duda alguna una autoridad indiscutible.

La zeta – me dijo – representa una serie de curvas muy ceñidas, un zigzag fatal en la antigua ruta a Mar del Plata, la ruta 1. Y más allá de otras contribuciones, que ensanchan pero no desmienten esta explicación, aún creo en la veracidad de esta explicación.

Lo que cambia, cuando uno se mete a comprobar los hechos, es fundamentalmente todo el mundo de proporciones en que vive su propia historia.  Es el mismo fenómeno que nos confronta cuando meditamos sobre tamaños absolutos de universos y tiempos, pero en una escala tan humana que se nos iba colando en el andamiaje sin que nos diéramos cuenta.

La misma esquina que “siempre” albergó a la pizzería El Destino resultó haber sido predio de un hermoso Almacén Del Destino sesenta años antes, cuando avecinaba la quinta de los Lezica. Se podría suponer que de almacén pasó, con el tiempo, a pizzería. Pero entonces,  de donde salió la zeta? De todas maneras, la transformación tampoco fue tan fácil: entre un Destino y otro hay, al menos, una demolición, una construcción y otra pizzería: La Cumbre.

Me supongo que cuando, una vez más, el lugar cambió de nombre – y posiblemente de dueño – los ecos del antiguo almacén confluyeron con la triste celebridad de un pedazo de ruta Argentina, y de la suma salió una nueva identidad visual.

Por lo que reconstruyo, El Destino – mi Destino – nació casi al mismo tiempo que yó. No me sorprende entonces que me haya parecido eterno. Por aquel entonces yo albergaba sospechas similares acerca de mi mismo.

Almacén Del Destino
Almacén Del Destino (nótese la pequeña diferencia en el nombre «Del Destino» vs. «EL Destino»)
Interior del almacén
Interior del almacén
Pizzeria La Cumbre?
Pizzeria La Cumbre? (Quiero soñar que ese Plymouth dando la vuelta junto a la garita es nuestro adorado Elmer)

(Las imagenes pertenecen al blog «Caballito te Quiero» – Thanks!)

Y aquí, en un grupo de Facebook, encontré al fin una foto en la cual (aunque de chanfle nomás) se ve la Z de El Destino.

Parque Olivera

Mi hermana  y yo – y posiblemente mi madre,  algunos años antes – pertenecemos a un grupo muy exclusivo de gente que viajo en el «Trencito del Parque Olivera». Los niños y padres que nos acompañaban no pueden ser contados ya que, mientras nosotros nos deslizábamos por los rieles del Parque Olivera, ellos iban por los del Parque Avellaneda…

Durante nuestra niñez, en los años sesenta, mi hermana y yo solíamos pasar, los fines de semana con nuestros abuelos. En realidad era solamente “El Abuelo”, Don Víctor, quien que se dedicaba a sacarnos de paseo los domingos por la mañana. Ahora, de mayor, empiezo a suponer que lo haría para que la abuela descansara…  Primero íbamos «al parque», y después a visitar parientes y/o amantes. Cuando uno decía «el parque», hablaba o bien del Chacabuco (del viejo, intacto Chacabuco con sus fuentes y sus paseos inacabables, no de los retazos mutilados que nos han dejado los milicos) o del Olivera. Y si era el Olivera era para andar en el trencito.

Fue recién cuando, ya adolecente, quise regresar al parque con mis amigos, que me enteré de su nombre contemporáneo. Automáticamente asumí que el cambio de nombre habría ocurrido en tiempos relativamente recientes (incluyendo una generosa extensión del concepto hasta la niñez de mi propia madre) y que el abuelo simplemente se había negado a actualizar el nombre, como ocurría también con su coche, su heladera o su lavarropas.

Pero hoy encontré una foto antigua del trencito, con una pequeña reseña ad hoc, y me llamó la atención que no hubiera mención del viejo nombre. Una búsqueda en Google por «Parque Olivera Buenos Aires» me llevó a toparme con varios sitios que repiten textualmente este sorpresivo párrafo: ‘El 28 de marzo de 1914 se inauguró oficialmente el mencionado parque con la denominación de «Parque Olivera». El 14 de noviembre de ese mismo año recibió finalmente su denominación actual’

O sea que,  quién sabe por qué razón, mi abuelo se empeñó en perpetuar un nombre que el parque solo vistió por poco más de medio año, y a principios del siglo XX.

Y en un lugar privado y familiar del mundo el parque aún tiene ese nombre; porque yo tampoco cambio mis mapas fácilmente. Hace 33 años que vivo en una lejana ciudad del Canadá  y cuando me refiero a su geografía aún uso los nombres y los paisajes de cuando llegué.

My abuelo murió hace tantísimos años, cuando el parque, para mí tenía  sólo un nombre. Pero aún hoy, a través del tiempo y la distancia, Don Víctor me sigue ayudando a conocerme.

Tía Cúquele

familiaAyer murió Judith «grande», como la llamábamos para diferenciarla de Judith mi hermana, incluso después de que ésta última  renunciara al Judicismo y se uniera a la Marina de guerra.

Justo ese día vino a usar para irse: el día en que – por aquí, por Canadá – uno se levanta preparado a leer en los periódicos, o escuchar en las radios, los disparates inocentes del Primero de Abril.

Mi tía Judith pensaba que nuestros chistes eran cómicos, que nosotros éramos únicos, que teníamos potencial, talentos, futuro…

… APRIL’S FOOL!!!!

Lo pensó mucho después aún de que nosotros mismos supiéramos la verdad. Lo seguiría pensando, supongo, cuando la alcanzó la muerte – si es que para entonces aún pensaba en nosotros; si es que no se había cansado de esperarnos en su vereda: la vereda del sol. Porque nosotros hacía rato que habíamos cruzado la calle. A veces la promesa con que nos cargan las espaldas se hace muy pesada y uno la deja al costado. Y sigue caminando sin mirar atrás.

Entonces, esta muerte, esta vivisección, esta desaparición irreversible, se vuelve algo más que pura ausencia y dolor. Se vuelve insulto. Como una casa en la que has vivido años importantes de tu historia y que los nuevos inquilinos repintaron de arriba a abajo en colores de moda, o una mujer con la que compartiste Raymond Radriguet y ahora lee lo último de Paul Auster en las mesas de los bares.

Se vuelve insulto porque a uno le vienen a recortar el pasado, sí, pero también el menos simple de los potenciales. Porque ya no se puede pedir disculpas y tratar con más empeño – aunque no hubiera intención alguna de tratar o de disculparse (y a veces sí un poco de molestia como de «y a mí, porque me habrán metido en esto, yo no elegí – yo… Argentino»)

La vida de Judith fue buena, entre otras cosas, porque no sucumbió a lo inevitable. Ella amó cuando quiso y dejó de amar cuando fue necesario, y para seguir viviendo, a veces fue necesario.

Se me vienen enseguida lo recuerdos más extraños a la cabeza. Se trompican por salir las ocasiones atípicas; las que tendrían que llegarme, por decoro, por protocolo aunque sea, flotan diáfanas en el telón pintado de la irrealidad.

Judith: «Cortá vos las papas fritas que a mí me salen desparejas»

Judith llorando y contándonos detalles de su vida sexual, poco después de la muerte de Martín. Me pregunto yo: cuantas personas evocan a una tía muerta recordando una conversación de este tenor?

Con Mamá Judith Martín en el OmbúFotos. Fotos. Fotos. Fotos que se transubstancian en memorias con la saliva del tiempo. En el parque el día que murió Marilyn, con los perros en la puerta del Ombú, en la terraza de casa – fotos de su depresión, viejas difuminadas, terribles fotos de una tristeza profunda – en todos los ambientes compartidos fotos, fotos de niñez, de adolescencia y después fotos ajenas – fotos de separación y distancia que cuelgan como apéndices de una relación que ha perdido su cotidianeidad.

Judith en Beruti y Oro abriendo la puerta desde la más absoluta de las penumbras, aunque es mediodía y yo vengo de entrenarme para correr larga distancia: se acaba de operar los ojos en secreto, y me pide que no diga nada (porque cree que nadie se va a dar cuenta, al fin y al cabo, de que el cambio es artificial y nó orgánico) y quiere mostrarme, y yo quiero escaparme porque me impresiona, pero al mismo tiempo me da miedo y ternura su fragilidad.

Judith con la más inocente de las crueldades; recortada contra la luz del salón, vista desde la oscuridad del cuarto, diciendo a nosotros, los niños, que mi mamá no está, que la abuela Anita está enferma, y que si seguimos haciendo lío y no nos dormimos se va a morir…

Judith-Miguelito sobre el escenario. Los dos mezclados: el de mi padre, que yo de adolescente devoraba con placer y admiración , y el cadáver seco y mutilado que yo pergeñé  años mas tarde a su instancia, cuando no supe decir que nó ni a ella ni a mi vanidad.  Norberto, mirando desde nuestra mesa*, tampoco está mas. Se van sumando ausencias en las fotografías de la mente…

Y SOBRE TODO: Cantá, Tía, cantá, Judith, cantá por favor… Juanita Calamidad. Sí, vos sos Jane. Sí, vos le tomás a la vida lo que ella te da. Sobre el escenario, en el living-comedor de mi casa de Miró o el salón-dormitorio de la tuya, o en la cocina del Ombú, con todos sentados alrededor de la mesa y el Geloso girando atentamente – esas cintas robadas que cobran más valor aún cuanto más voces se van borrando… el ruido de fondo, al final, es todo lo que va quedando. Si, en realidad, parece que el resto no es silencio, sino ruido blanco.

….

Judith federalAlguien que amo me sugirió que saliera, a la noche, a mirar las estrellas. Que ella iba a estar ahí, o algo por el estilo… Por supuesto no estaba. Si alguna carencia tengo, es la de ser ciego a los espejismos que ofician de Merthiolate para el espíritu, como Dios, la energía positiva y las almas que suben al cielo. Pero estaba Saturno, por primera vez en casi dos años. Y estaba lindo y claro – un hermoso planeta girando todo contento de si mismo con una plétora de satélites girando a su alrededor como anillos. Que cada uno  saque sus propias conclusiones…

 

* Y también Agustín se ha ido ahora…