La Cocolisa me (nos) manda una foto, y una misiva por WhatsApp: “…si podes compartí esta foto. Se trata de una perrita que duerme en la vereda. Cuando llueve y está todo mojado, se hace un bollito y permanece ahí. La echan, la corren otros perros y trata de sobrevivir. Es muy buena: se dejó poner el polar que llevé. Le doy de comer en la boca. Es vieja. Su dueña falleció y quedó en la calle. Es muy limpita. Le pongo cartones y se los roban. Espero que no le saquen el polar…”
La Cocolisa, con este retrato de penurias, me (nos) conmueve íntima y personalmente, a través de un medio tan genérico, que de entrada nomás uno no sabe (sabemos) ni siquiera cuán personal es la nota.
Uno sí sabe, en cambio, que hay otras catástrofes inconmensurablemente más hondas, tremendas e importantes en términos objetivos. Uno sabe (y se duele apropiada y obsesivamente) que la pobreza y el hambre se cobran vidas y felicidades no por miles, ni millones, sino por miles de millones.
Uno sabe que todos los días hay más víctimas de nuestra peculiar manera de expresar nuestro amor y nuestra deuda para con la mejor mitad del mundo – y que “Ni una menos” no es una ley, ni una noticia, ni aunque sea una propuesta aceptable para una sociedad enferma: un objetivo, sino un grito de lucha, una esperanza demasiado remota, y una mancha negra sobre nuestra decencia.
Uno sabe que todos los días hay más víctimas de los payasos neoliberales que elegimos para gobernarnos, en esta nueva realidad poli-mediática que transfiere la torpeza y la ignorancia de la columna del debe a la del haber, bajo el encabezado “entertainment value” a la hora de desligar nuestras responsabilidades en un gobierno.
Uno sabe que, en última instancia, cada segundo en esta tierra algún animal está sufriendo una agonía inimaginable de dolor y terror, rumbo a la nada para que el mundo sigo – o al menos para que siga su asesino.
Uno sabe que la vida misma en esta tierra se acaba lentamente, y ahora, con nuestra ayuda entusiasta, es probable que no tan lentamente. Y sin embargo…
Sin embargo uno se detiene en una perra vieja y abandonada, cuyos ojos lo miran con una mezcla de esperanza, interés y temor a través de una foto que viajó unos once mil doscientos cuarenta y cuatro kilómetros descompuesta en unos y ceros para que la reconstruya mi computadora (porque además de crueles y absurdamente ciegos, somos mágicos).
Y una vez más, uno se rompe. El dolor siempre parece estar en los detalles.
No puedo sacarme esa perra de la cabeza. Es todo lo que anda mal puesto en un símbolo modesto: es el sufrimiento mismo, el abandono y la incomprensión de la víctima.
Es el pertenecer a una especie que no asume responsabilidad por las víctimas que deja en el camino.
Es el no poder ayudar. Es el no querer ayudar, en última instancia, porque uno podría, al fin, sacrificarlo todo e invertir su vida entera en un par de ayudas – o sea, es el no poder, o querer, elegir.
Es el no poder aceptar pero no poder resistir. Es la falta de escamas, de cuero, de ignorancia que uno tiene para dejar de ver y ser inconscientemente feliz.