Ayer murió Judith «grande», como la llamábamos para diferenciarla de Judith mi hermana, incluso después de que ésta última renunciara al Judicismo y se uniera a la Marina de guerra.
Justo ese día vino a usar para irse: el día en que – por aquí, por Canadá – uno se levanta preparado a leer en los periódicos, o escuchar en las radios, los disparates inocentes del Primero de Abril.
Mi tía Judith pensaba que nuestros chistes eran cómicos, que nosotros éramos únicos, que teníamos potencial, talentos, futuro…
… APRIL’S FOOL!!!!
Lo pensó mucho después aún de que nosotros mismos supiéramos la verdad. Lo seguiría pensando, supongo, cuando la alcanzó la muerte – si es que para entonces aún pensaba en nosotros; si es que no se había cansado de esperarnos en su vereda: la vereda del sol. Porque nosotros hacía rato que habíamos cruzado la calle. A veces la promesa con que nos cargan las espaldas se hace muy pesada y uno la deja al costado. Y sigue caminando sin mirar atrás.
Entonces, esta muerte, esta vivisección, esta desaparición irreversible, se vuelve algo más que pura ausencia y dolor. Se vuelve insulto. Como una casa en la que has vivido años importantes de tu historia y que los nuevos inquilinos repintaron de arriba a abajo en colores de moda, o una mujer con la que compartiste Raymond Radriguet y ahora lee lo último de Paul Auster en las mesas de los bares.
Se vuelve insulto porque a uno le vienen a recortar el pasado, sí, pero también el menos simple de los potenciales. Porque ya no se puede pedir disculpas y tratar con más empeño – aunque no hubiera intención alguna de tratar o de disculparse (y a veces sí un poco de molestia como de «y a mí, porque me habrán metido en esto, yo no elegí – yo… Argentino»)
La vida de Judith fue buena, entre otras cosas, porque no sucumbió a lo inevitable. Ella amó cuando quiso y dejó de amar cuando fue necesario, y para seguir viviendo, a veces fue necesario.
Se me vienen enseguida lo recuerdos más extraños a la cabeza. Se trompican por salir las ocasiones atípicas; las que tendrían que llegarme, por decoro, por protocolo aunque sea, flotan diáfanas en el telón pintado de la irrealidad.
Judith: «Cortá vos las papas fritas que a mí me salen desparejas»
Judith llorando y contándonos detalles de su vida sexual, poco después de la muerte de Martín. Me pregunto yo: cuantas personas evocan a una tía muerta recordando una conversación de este tenor?
Fotos. Fotos. Fotos. Fotos que se transubstancian en memorias con la saliva del tiempo. En el parque el día que murió Marilyn, con los perros en la puerta del Ombú, en la terraza de casa – fotos de su depresión, viejas difuminadas, terribles fotos de una tristeza profunda – en todos los ambientes compartidos fotos, fotos de niñez, de adolescencia y después fotos ajenas – fotos de separación y distancia que cuelgan como apéndices de una relación que ha perdido su cotidianeidad.
Judith en Beruti y Oro abriendo la puerta desde la más absoluta de las penumbras, aunque es mediodía y yo vengo de entrenarme para correr larga distancia: se acaba de operar los ojos en secreto, y me pide que no diga nada (porque cree que nadie se va a dar cuenta, al fin y al cabo, de que el cambio es artificial y nó orgánico) y quiere mostrarme, y yo quiero escaparme porque me impresiona, pero al mismo tiempo me da miedo y ternura su fragilidad.
Judith con la más inocente de las crueldades; recortada contra la luz del salón, vista desde la oscuridad del cuarto, diciendo a nosotros, los niños, que mi mamá no está, que la abuela Anita está enferma, y que si seguimos haciendo lío y no nos dormimos se va a morir…
Judith-Miguelito sobre el escenario. Los dos mezclados: el de mi padre, que yo de adolescente devoraba con placer y admiración , y el cadáver seco y mutilado que yo pergeñé años mas tarde a su instancia, cuando no supe decir que nó ni a ella ni a mi vanidad. Norberto, mirando desde nuestra mesa*, tampoco está mas. Se van sumando ausencias en las fotografías de la mente…
Y SOBRE TODO: Cantá, Tía, cantá, Judith, cantá por favor… Juanita Calamidad. Sí, vos sos Jane. Sí, vos le tomás a la vida lo que ella te da. Sobre el escenario, en el living-comedor de mi casa de Miró o el salón-dormitorio de la tuya, o en la cocina del Ombú, con todos sentados alrededor de la mesa y el Geloso girando atentamente – esas cintas robadas que cobran más valor aún cuanto más voces se van borrando… el ruido de fondo, al final, es todo lo que va quedando. Si, en realidad, parece que el resto no es silencio, sino ruido blanco.
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Alguien que amo me sugirió que saliera, a la noche, a mirar las estrellas. Que ella iba a estar ahí, o algo por el estilo… Por supuesto no estaba. Si alguna carencia tengo, es la de ser ciego a los espejismos que ofician de Merthiolate para el espíritu, como Dios, la energía positiva y las almas que suben al cielo. Pero estaba Saturno, por primera vez en casi dos años. Y estaba lindo y claro – un hermoso planeta girando todo contento de si mismo con una plétora de satélites girando a su alrededor como anillos. Que cada uno saque sus propias conclusiones…