Padre

Aerosilla - padre e hijo

Un día me hizo un poema. Otro día me hizo una canción
Un día me sentó en las rodillas de Tuñón – me cuentan
Un día, más adelante, me llevó a la casa de Pisarello.
Un día me llevó a Ferro, a hinchar contra River.
Y a la Bombonera, Independiente, Velez
Un día, a fuerza de querer compartir, le rompí un disco de 78
Un día, lo llevé a ver Melody.
Un día, muchos días, lo esperaba a la salida del teatro, para volver a casa
Un día, muchos días, fuimos a Atlanta, a ver fútbol tranquilos y a comer hamburguesas
Un día evitó que me comiera un rancho – y sus ocupantes – con el Plymouth
Un día llovía y le cantamos al Geloso, en el Ombú
Un día llovía y jugamos al voley, en el Ombú
Un día, muchos días, íbamos a las manifestaciones,
Un día, muchos días, recorrimos pedazos de Argentina en un Ami 8
Un día nos fuimos. El primero, yo algunos meses después.
Un día nos reencontramos en España
Un día le hice una biblioteca
Un día, muchas noches, mamá nos gritaba desde la cama que nos dejáramos de hablar al pedo y nos fuéramos a dormir.
Un día hicimos ravioles caseros y después me fui de España
Un día, demasiado pocos días, nos reencontramos en Canadá
Un día le presenté a mi hijo en un aeropuerto gringo
Un día, demasiado pocos días, nos reencontramos en Argentina
Es increíble, para mí, que haya pasado la mayoría de mi vida lejos de él.
Y sin embargo está siempre conmigo
Cuando pienso, hablo con él
Cuando me gusta algo, lo quiero compartir con él
Cuando estoy orgulloso de algo, quiero su aprobación
Cuando lo leo lo puedo escuchar en mi cabeza – aunque siempre comience presintiendo (pre-escuchando) el “Alicia” que comienza “Montaje” desde una placa fonográfica que se desintegró hace tanto…
Cuando estoy triste, o solo, lo necesito.
Hoy cumple años
Es mi padre, mi amigo, mi interlocutor, mi rival, mi hijo
Lo amo.

Escrito el 6 de Enero de 2021, en Victoria, B.C., Canadá

El poder de los dioses

Angel Clemente Rojas Instagram

Angel Clemente Rojas InstagramDe chicos, nuestros dioses eran simples: no tenía que crear un universo, liderar una nación, o inaugurar una nueva era científica. Solo había una condición: la de que nosotros mismos creyéramos firmemente que nuestro elegido era el mejor en lo único que realmente importaba, que era, en nuestro vernáculo generacional, jugar a la pelota.

Hoy encontré a Dios en las redes sociales, y le mandé un recuerdo. Y Dios me contestó. Nunca más lavaré mi teclado, en el que inscribí mi saludo, ni la pantalla que me mostró su respuesta. Y si me apuran, las medias, calzoncillos, camiseta y pantalones que llevaba puestos.

Yo tuve la suerte de nacer hincha de Boca en un momento en que Boca ganaba casi siempre y jugaba casi siempre bien. Tanto así que ya no alcanzaba simplemente con ganar. Una victoria por la mínima diferencia, sin convencer frente a un equipo chico, te exponía a las cargadas de tus compañeros de colegio (y las inevitables «piñas» a la salida, que si bien en general terminaban en no más que empujones y pavoneos, no dejaban de popular tus pesadillas).

En ese Boca, había muchos grandes jugadores. Un arquero que nos dio un campeonato en la primera final frente a frente con las gallinas, atajándole un penal mítico a Delem, un tres que revolucionó la forma de jugar en esa posición, el cinco que se animo a sentarse en la alfombra de la reina… pero por sobre todos estaba el jugados más dotado y más inspirado que vi en toda mi vida: Ángel Clemente Rojas o, para los hinchas, Rojitas.

Ángel Clemente Rojas descalabraba defensas enteras con un quiebre de su cintura prodigiosa, le afanaba la gorra a Amadeo y metía los goles que salvaban clásicos y ganaban campeonatos.

He visto jugar, en orden de aparición, a Pelé, Cruyff, Houseman, Kempes, Bochini, Maradona, Ronaldo, Zidane, Ronaldinho, Messi y otros más o menos conocidos. Y en Hockey vi a Gretzky, Lemieux, Bure y muchos más; Jordan, Magic y los otros en básquet… Pero en todos mis años de ver deporte, Rojitas fue el único jugador que yo haya visto al que los defensor es hayan temido tanto, que en un partido memorable se negaban a salir a defenderlo.

Ocurrió un 26 de Febrero de 1968 en Mar del Plata, cuando Boca se encontró con San Lorenzo. Esa noche Rojitas jugó un partido comparable a las grandes gestas de la historia. Fue todos los guerreros de todas las leyendas que mataron dragones, vencieron ejércitos enteros, bloquearon míticos desfiladeros o retornaron con la cabeza de la Gorgona en su escudo.

Mis niñez no daba crédito a sus ojos, y quizás hubiera terminado desconfiando a mi recuerdos, si no fuera por mi padre, que habiendo compartido esa experiencia me ratificó que, en efecto, la gesta había ocurrido, y por haber esperado dos ansiosos días hasta que saliera el próximo «Asi es Boca» y verlo en todo claramente en sepia, en un titular que jamás olvidé: «La Noche Roja..s»

Cuando llegué a Canadá y empecé a mirar e interesarme por el hockey aprendí mucho acerca de mi mismo. Una de las cosas que aprendí mirando A Pavel Bure, es que yo amo los jugadores que se apoderan de «tu» partido, que te llevan al borde mismo de la silla con cada intervención, porque cuando aparecen, todo es posible. En los Canucks ese fué Bure, pero no tardé mucho en entender que, afectivamente, aún después de 20 años aún estoy buscando ver jugar a Rojitas nuevamente.

Los últimos

Los Ultimos

Esta noche me vino a visitar un poema. Llegó en inglés – esta que sigue es una humilde traducción hecha de prisa para compartir
(El título es un homenaje a quien ya sabe.)

Eran los últimos sobre la tierra
Él la encontró en una cueva diez días después que el mundo acabara
Ella era solo una niña, y el la vió crecer
Por años en un mundo vacío
La poseyó al fin, una noche, bajo un cielo que se sonrojaba
Tuvieron tres hijos, uno tras otro
Quienes murieron a pocos días de nacer
Ella lo mató mientras él dormía, la noche en que murió el tercero
Y se sentó, y lloró
Y miró como el sol se comía al mundo

El tamaño relativo de la pequeña catástrofe

La Cocolisa me (nos) manda una foto, y una misiva por WhatsApp: “…si podes compartí esta foto. Se trata de una perrita que duerme en la vereda. Cuando llueve y está todo mojado, se hace un bollito y permanece ahí. La echan, la corren otros perros y trata de sobrevivir. Es muy buena: se dejó poner el polar que llevé. Le doy de comer en la boca. Es vieja. Su dueña falleció y quedó en la calle. Es muy limpita. Le pongo cartones y se los roban. Espero que no le saquen el polar…”

perrita abandonadaLa Cocolisa, con este retrato de penurias, me (nos) conmueve íntima y personalmente, a través de un  medio tan genérico, que de entrada nomás uno no sabe (sabemos) ni siquiera cuán personal es la nota.

Uno sí sabe, en cambio, que hay otras catástrofes inconmensurablemente más hondas, tremendas e importantes  en términos objetivos. Uno sabe (y se duele apropiada y obsesivamente) que la pobreza y el hambre se cobran vidas y felicidades no por miles, ni millones, sino por miles de millones.

Uno sabe que todos los días hay más víctimas de nuestra peculiar manera de expresar nuestro amor y nuestra deuda para con la mejor mitad del mundo – y que “Ni una menos” no es una ley, ni una noticia, ni aunque sea una propuesta aceptable para una sociedad enferma: un objetivo, sino un grito de lucha,  una esperanza demasiado remota, y una mancha negra sobre nuestra decencia.

Uno sabe que todos los días hay más víctimas de los payasos neoliberales que elegimos para gobernarnos, en esta nueva realidad poli-mediática que transfiere la torpeza y la ignorancia de la columna del debe a la del haber, bajo el encabezado “entertainment value”  a la hora de desligar nuestras responsabilidades en un gobierno.

Uno sabe que, en última instancia, cada segundo en esta tierra algún animal está sufriendo una agonía inimaginable  de dolor y terror, rumbo a la nada para que el mundo sigo – o al menos para que siga su asesino.

Uno sabe que la vida misma en esta tierra se acaba lentamente, y ahora, con nuestra ayuda entusiasta, es probable que no tan lentamente. Y sin embargo…

Sin embargo uno se detiene en una perra vieja y abandonada, cuyos ojos lo miran con una mezcla de esperanza, interés y temor a través de una foto que viajó unos once mil doscientos cuarenta y cuatro kilómetros descompuesta en unos y ceros para que la reconstruya mi computadora (porque además de crueles y absurdamente ciegos, somos mágicos).

Y una vez más, uno se rompe. El dolor siempre parece estar en los detalles.

No puedo sacarme esa perra de la cabeza. Es todo lo que anda mal puesto en un símbolo modesto: es el sufrimiento mismo, el abandono y la incomprensión de la víctima.

Es el pertenecer a una especie que no asume responsabilidad por las víctimas que deja en el camino.

Es el no poder ayudar. Es el no querer ayudar, en última instancia, porque uno podría, al fin, sacrificarlo todo e invertir su vida entera en un par de ayudas – o sea, es el no poder, o querer, elegir.

Es el no poder aceptar pero no poder resistir. Es la falta de escamas, de cuero, de ignorancia que uno tiene para dejar de ver y ser inconscientemente feliz.

Las cosas de El Destino…

Nos parábamos siempre, sin excepciones, a comer un pedazo de pizza en El Destino, que – jurábamos – era la mejor pizza del mundo.

La realidad personal, una vez que se cimienta, es inmóvil, eterna. Uno sabe que la historia ha transcurrido, que la evolución no solo nos trajo hasta aquí, sino que nos sigue llevando. Uno entiende del tiempo, lo ve en los relojes, los espejos y las fotografías. Pero parece que, con respecto a algunos lugares y hechos – y más aún mientras las pruebas escarceen – uno no ha terminado de comprarse del todo eso del discurrir.

Por ejemplo, me siendo personalmente agraviado cuando regreso a Buenos Aires después de 30 años y El Destino ya no existe. Hay una parte tácita en la oración precedente: «… ya que antes había existido siempre»

Y desde entonces, cada tanto, tratando de recobrar mi historia, busqué evidencia fotográfica de mi Destino. No solo no lo encontré, sino que aquello que encontré  demuestra que para que mi pasado añorado haya ocurrido, hubo que derrumbar otros pasados… vamos por partes:

El Destino ostentaba, en la marquesina que cubría la entrada de la ochava, un anuncio iluminado, de proporciones exageradas y por entonces sin iluminación, que se componía casi enteramente de una enorme letra zeta. Desde chico, pasando por delante tantas veces, el cartel me llamaba la atención, ya que a pesar de los devenires de los asuntos humanos, nunca imaginé que destino se escribiese o, en algún momento se hubiese escrito, con zeta.

Así que, recurriendo a mi estrategia usual para circunstancias donde las cosas de Buenos Aires pedían aclaraciones, le pregunté al abuelo.

Ahora bien: que conste que el abuelo era una persona con gran experiencia de vida, una memoria quizás no tan extensa como su experiencia, mucha imaginación y un rechazo casi instintivo a declarase en ignorancia de cualquier asunto; y que como corolario de todas estas características, tendía a transponer información en lugar de invención y viceversa.

En este caso, sin embargo, estimo que su aporte fue certero. Por un lado es suficientemente lógico y por el otro la explicación incluye el camino a Mar del Plata, un tema en el que Don Víctor era sin duda alguna una autoridad indiscutible.

La zeta – me dijo – representa una serie de curvas muy ceñidas, un zigzag fatal en la antigua ruta a Mar del Plata, la ruta 1. Y más allá de otras contribuciones, que ensanchan pero no desmienten esta explicación, aún creo en la veracidad de esta explicación.

Lo que cambia, cuando uno se mete a comprobar los hechos, es fundamentalmente todo el mundo de proporciones en que vive su propia historia.  Es el mismo fenómeno que nos confronta cuando meditamos sobre tamaños absolutos de universos y tiempos, pero en una escala tan humana que se nos iba colando en el andamiaje sin que nos diéramos cuenta.

La misma esquina que “siempre” albergó a la pizzería El Destino resultó haber sido predio de un hermoso Almacén Del Destino sesenta años antes, cuando avecinaba la quinta de los Lezica. Se podría suponer que de almacén pasó, con el tiempo, a pizzería. Pero entonces,  de donde salió la zeta? De todas maneras, la transformación tampoco fue tan fácil: entre un Destino y otro hay, al menos, una demolición, una construcción y otra pizzería: La Cumbre.

Me supongo que cuando, una vez más, el lugar cambió de nombre – y posiblemente de dueño – los ecos del antiguo almacén confluyeron con la triste celebridad de un pedazo de ruta Argentina, y de la suma salió una nueva identidad visual.

Por lo que reconstruyo, El Destino – mi Destino – nació casi al mismo tiempo que yó. No me sorprende entonces que me haya parecido eterno. Por aquel entonces yo albergaba sospechas similares acerca de mi mismo.

Almacén Del Destino
Almacén Del Destino (nótese la pequeña diferencia en el nombre «Del Destino» vs. «EL Destino»)
Interior del almacén
Interior del almacén
Pizzeria La Cumbre?
Pizzeria La Cumbre? (Quiero soñar que ese Plymouth dando la vuelta junto a la garita es nuestro adorado Elmer)

(Las imagenes pertenecen al blog «Caballito te Quiero» – Thanks!)

Y aquí, en un grupo de Facebook, encontré al fin una foto en la cual (aunque de chanfle nomás) se ve la Z de El Destino.